Domingo 24 de febrero 2019
Lecturas del día:
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"A los que me escucháis os digo: ..." Lc 6, 27-38
Cuantas cosas oímos, y que pocas a veces escuchamos. Oír y escuchar parece ser lo mismo, pero no lo es en absoluto, porque se puede oír sin estar escuchando. Oír es un acto fisiológico, a veces involuntario, es percibir sonidos o palabras a través de los oídos sin implicar necesariamente que estamos entendiendo lo que estamos oyendo. Para escuchar es necesario tener activados otros sentidos para poder entender lo que estamos oyendo. Significa pararse, prestar atención, quitar el piloto automático y abrirnos a aquello que va más allá de nosotros y nuestras opiniones.
Para escuchar bien se requiere atención y silencio, sobre todo interior.



El rey David, a pesar de sus errores, pasiones y limitaciones humanas, en la escucha de Dios ha aprendido a guardar calma y silencio, a confiar, a vivir en la tierra sin inquietarse ni acalorarse a causa de los que le aborrecen (Salmo 37). A conocido el amor de Dios por él, y en ello ha aprendido a amar a los demás, incluso a su enemigo Saúl:

"Entonces Abisay dijo a David: «Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe.» 
Pero David replicó: «¡No lo mates!, ... El Señor pagará a cada uno su justicia y su lealtad. 



También Saulo de Tarso tuvo que ser detenido y cegado en su camino de persecución,  para ver a Dios en lugar de mirarse a sí mismo, a escuchar a Dios en lugar de haberlo solo oído y estudiado. 
Por su experiencia de vida en ese Encuentro,
ya convertido en san Pablo, será signo evidente del amor de Dios, un amor que nos gana y se nos manifiesta aún cuando éramos sus enemigos:
"Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados por la muerte de su Hijo, cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida."  (Ro 5, 10)
"...habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia ...
por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en Él para vida eterna." (1 Tim 1, 13-16)

Pablo, un apóstol que por su visión y carácter, en unos despierta pasiones y en otros polémicas, pero que nos dejó en herencia una de las más bellas descripciones del amor. (1 Cor 13) 
Un amor que no podemos entender con la mente y el alma heredada como hijos de Adán, sino con la mente y el espíritu del nuevo Adán, Cristo. Un amor que nos ama sin medida, que no nos trata ni nos paga según lo que merecemos (Salmo 102), y que cuando es experimentado nos conduce a amar ese Amor, y en ese Amor, amar al otro con la misma medida. 
El amor, mucho más que un mandamiento, es Dios mismo, "Dios es amor", nos dice san Juan.  Y todo el que ha nacido de Él, ama. Juan no solo conoció el amor de Dios, sino que recostó su cabeza sobre su pecho, sobre el corazón de Jesús. Escuchó al amor, porque el amor no se oye, se escucha; no se ve, se contempla; no se toca, se siente. Y es que, lo que pensamos, lo que sabemos, lo que creemos, tiene poca importancia. Lo más trascendente es lo que hacemos y cuánto amamos.
Señor, concédeme la gracia de poder contar con mi vida, más allá de lo visto y oído, lo que en Tí puedo contemplar. 

Joan Palero


"...habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, 
los amó hasta el extremo."

San Juan 13, 1

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